7
Aquel
segundo encuentro con don Claudio transcurrió un viernes de finales
de agosto. El lunes a media mañana regresó para recogerme: había
encontrado un sitio donde alojarme y se iba a encargar de
acompañarme a emprender mi nueva mudanza. En distintas
circunstancias, un comportamiento tan aparentemente caballeroso
podría haberse interpretado de alguna otra manera; en aquel
momento, ni él ni yo teníamos duda de que su interés por mí no era
más que el de un simple producto profesional al que convenía tener
a buen recaudo para evitar mayores complicaciones.
A su llegada me
encontró vestida. Con ropa descoordinada que se me había quedado
grande, peinada con un moño desabrido, sentada apenas en el extremo
de la cama ya hecha. Con la maleta repleta de los miserables restos
del naufragio a mis pies y los dedos huesudos entrelazados sobre el
regazo, esforzándome sin suerte por hacer acopio de fuerzas. Al
verle llegar intenté levantarme; con un gesto, sin embargo, él me
indicó que permaneciera sentada. Se acomodó en el borde de la cama
frente a la mía y tan sólo dijo:
-Espere. Tenemos que
hablar.
Me miró unos segundos
con aquellos ojos oscuros capaces de taladrar una pared. Ya había
yo descubierto por entonces que no era ni un joven canoso ni un
viejo juvenil: era un hombre a caballo entre los cuarenta y los
cincuenta, educado en las maneras pero curtido en su trabajo, con
buena planta y el alma baqueteada a fuerza de tratar con golfos de
toda ralea. Un hombre, pensé, con el que bajo ningún concepto me
convenía tener el más mínimo problema.
-Mire, éstos no son
los procedimientos que acostumbramos a seguir en mi comisaría; con
usted, debido a las circunstancias del momento, estoy haciendo una
excepción, pero quiero que le quede bien claro cuál es su situación
real. Aunque personalmente creo que usted no es más que la incauta
víctima de un canalla, esos asuntos los tiene que dirimir un juez,
no yo. Sin embargo, tal como están ahora mismo las cosas en la
confusión de estos días, me temo que un juicio es algo impensable.
Y tampoco ganaríamos nada teniéndola detenida en una celda hasta
sabe Dios cuándo. Así que, como le dije el otro día, la voy a dejar
en libertad, pero, ojo, controlada y con movimientos limitados. Y
para evitar tentaciones, no voy a devolverle su pasaporte. Además,
queda libre bajo la condición de que, en cuanto se restablezca del
todo, busque una manera decente de ganarse la vida y ahorre para
liquidar su deuda con el Continental. Les he pedido en su nombre el
plazo de un año para saldar la cuenta pendiente y han aceptado, así
que ya puede usted espabilarse y hacer lo posible por sacar ese
dinero de debajo de las piedras si hace falta, pero de forma limpia
y sin escaramuzas, ¿está claro?
-Sí, señor
-musité.
-Y no me vaya a
fallar; no me intente hacer ninguna jugarreta y no me fuerce a ir a
por usted en serio porque como me busque las cosquillas, pongo en
marcha la maquinaria, la embarco para España a la primera que pueda
y le caen siete años en la cárcel de mujeres de Quiñones antes de
que quiera darse cuenta, ¿estamos?
Ante tan funesta
amenaza fui incapaz de decir nada coherente; sólo asentí. Se
levantó entonces; yo, un par de segundos después. Él lo hizo con
rapidez y flexibilidad; yo tuve que imponer a mi cuerpo un esfuerzo
inmenso para poder seguir su movimiento.
-Pues andando
-concluyó-. Deje, ya le llevo yo la maleta, que usted no está para
tirar ni de su sombra. Tengo el auto en la puerta; despídase de las
monjas, déles las gracias por lo bien que la han tratado y
vámonos.
Recorrimos Tetuán en
su vehículo y, por primera vez, pude apreciar parcialmente aquella
ciudad que durante un tiempo aún indeterminado habría de
convertirse en la mía. El Hospital Civil estaba en las afueras;
poco a poco fuimos adentrándonos en ella. A medida que lo hacíamos
crecía el volumen de cuerpos que la transitaban. Las calles estaban
repletas en aquella hora cercana al mediodía. Apenas circulaban
automóviles y el comisario tenía que hacer sonar constantemente la
bocina para abrirse paso entre los cuerpos que se movían sin prisa
en mil direcciones. Había hombres con trajes claros de lino y
sombreros de panamá, niños en pantalón corto dando carreras y
mujeres españolas con el cesto de la compra cargado de verdura.
Había musulmanes con turbantes y chilabas rayadas, y moras
cubiertas con ropajes voluminosos que sólo les permitían mostrar
los ojos y los pies. Había soldados de uniforme y muchachas con
vestidos floreados de verano, niños nativos descalzos jugando entre
gallinas. Se oían voces, frases y palabras sueltas en árabe y
español, saludos constantes al comisario cada vez que alguien
reconocía su coche. Resultaba difícil creer que de aquel ambiente
hubiera surgido apenas unas semanas atrás lo que ya se intuía como
una guerra civil.
No entablamos ninguna
conversación a lo largo del trayecto; aquel desplazamiento no tenía
el objetivo de ser un grato paseo, sino el escrupuloso cumplimiento
de un trámite que acarreaba la necesidad de trasladarme de un sitio
a otro. Ocasionalmente, sin embargo, cuando el comisario intuía que
algo de lo que aparecía ante nuestros ojos podría resultarme ajeno
o novedoso, lo señalaba con la mandíbula y, sin despegar la vista
del frente, pronunciaba unas escuetas palabras para nombrarlo. «Las
rifeñas», recuerdo que dijo señalando un grupo de mujeres
marroquíes ataviadas con faldones a rayas y grandes gorros de paja
de los que colgaban borlones colorados. Los escasos diez o quince
minutos que duró el trayecto me fueron suficientes para absorber
las formas, descubrir los olores y aprender los nombres de algunas
de las presencias con las que a diario habría de convivir en
aquella nueva etapa de mi vida. La Alta Comisaría, los higos
chumbos, el palacio del jalifa, los aguadores en sus burros, el
barrio moro, el Dersa y el Gorgues, los
bakalitos, la hierbabuena.
Descendimos del coche
en la plaza de España; un par de moritos se acercó volando a cargar
con mi equipaje y el comisario les dejó hacer. Entramos entonces en
La Luneta, junto a la judería, junto a la medina. La Luneta, mi
primera calle en Tetuán: estrecha, ruidosa, irregular y
bullanguera, llena de gente, tabernas, cafés y bazares alborotados
en los que todo se compraba y todo se vendía. Llegamos a un portal,
entramos, ascendimos una escalera. Tocó el comisario un timbre en
el primer piso.
-Buenos días,
Candelaria. Aquí le traigo el encargo que estaba esperando. -Ante
la mirada de la rotunda mujer de rojo que acababa de abrir la
puerta, mi acompañante me señaló con un breve movimiento de
cabeza.
-Pero ¿qué encargo es
éste, mi comisario? -replicó poniéndose en jarras y soltando una
potente risotada. Acto seguido, se hizo a un lado y nos dejó pasar.
Tenía una casa soleada, reluciente en su modestia y de estética un
tanto dudosa. Tenía también un desparpajo de apariencia natural
bajo el que se intuía la sensación de que aquella visita del
policía no dejaba de generarle un potente desasosiego.
-Un encargo especial
que yo le hago -aclaró él dejando la maleta en la pequeña entrada a
los pies de un almanaque con la imagen de un Sagrado Corazón-.
Tiene que hospedar a esta señorita por un tiempo y, de momento, sin
cobrarle un céntimo; ya ajustarán cuentas entre ustedes cuando ella
empiece a ganarse la vida.
-¡Pero si tengo la
casa hasta arriba, por los clavos de Cristo! ¡Si me llega lo menos
media docena de cuerpos al día a los que no tengo manera de dar
cobijo!
Mentía, obviamente.
La mujerona morena mentía y él lo sabía.
-No me cuente sus
penas, Candelaria; ya le he dicho que tiene que acomodarla como
sea.
-¡Si desde lo del
alzamiento no ha parado de venir gente en busca de hospedaje, don
Claudio! ¡Si tengo hasta colchones por los suelos!
-Déjese de milongas,
que el tránsito del Estrecho lleva semanas cortado y por allí no
cruzan estos días ni las gaviotas. Le guste o no, habrá de hacerse
cargo de lo que le pido; apúntelo a la cuenta de todas las que me
debe. Y además, no sólo tiene que darle alojamiento: también que
ayudarla. No conoce a nadie en Tetuán y trae a rastras una historia
bastante fea, así que hágale un hueco en donde pueda porque aquí va
a instalarse a partir de ahora mismo, ¿está claro?
Ella contestó sin el
menor entusiasmo:
-Como el agua, señor
mío; clarito como el agua.
-La dejo a su recaudo
entonces. Si hay algún problema, ya sabe dónde encontrarme. No me
hace ninguna gracia que se quede aquí: ya viene maleada y poco
bueno va a aprender de usted, pero en fin…
Interrumpió entonces
la patrona con un punto de sorna bajo pose de aparente
inocencia.
-¿No sospechará usted
de mí ahora, don Claudio?
No se dejó embaucar
el comisario por la cadencia zumbona de la andaluza.
-Yo siempre sospecho
de todo el mundo, Candelaria; para eso me pagan.
-Y si tan mala cree
que soy, ¿a santo de qué me trae esta prenda a mi vera, mi
comisario?
-Porque, como ya le
he dicho, tal como están las cosas, no tengo otro sitio a donde
llevarla, no se vaya a creer que lo hago por gusto. En cualquier
caso, la dejo responsable de ella, vaya imaginando alguna manera de
que se busque la vida: no creo que pueda regresar a España en una
buena temporada y necesita conseguir dinero porque tiene por ahí un
asunto pendiente que arreglar. A ver si consigue que la contraten
de dependienta en algún comercio, o en una peluquería; en cualquier
sitio decente, usted verá. Y haga el favor de dejar de llamarme «mi
comisario», se lo he dicho ya quinientas veces.
Me observó ella
entonces, prestándome atención por primera vez. De arriba abajo,
con rapidez y sin curiosidad; como si simplemente estuviera tasando
el volumen de la losa que acababa de caerle encima. Volvió después
la vista a mi acompañante y, con resignación burlona, aceptó el
cometido.
-Descuide, don
Claudio, que la Candelaria se hace cargo. Ya veré en dónde la meto,
pero quédese tranquilo, que ya sabe usted que conmigo va a estar en
la gloria bendita.
Las promesas
celestiales de la dueña de la pensión no parecieron sonar del todo
convincentes al policía porque aún necesitó éste apretar un poco
más la tuerca para terminar de negociar los términos de mi
estancia. Con voz modulada y el dedo índice erguido en vertical a
la altura de la nariz, formuló un último aviso que ya no admitió
broma alguna por respuesta.
-Ándese con ojo,
Candelaria, con ojo y con cuidado, que la cosa está muy revuelta y
no quiero más problemas de los estrictamente necesarios. Y a ver si
se le va a ocurrir meterla en ninguno de sus líos. No me fío un
pelo de ninguna de las dos, así que voy a tenerlas vigiladas de
cerca. Y como yo me entere de algún movimiento extraño, me las
llevo a comisaría y de allí no las saca ni el sursum corda,
¿estamos?
Musitamos ambas un
sentido «sí, señor».
-Pues lo dicho, a
recuperarse y, en cuanto pueda, a empezar a trabajar.
Me miró a los ojos
para despedirse y pareció dudar un instante entre tenderme o no la
mano como despedida. Finalmente optó por no hacerlo y zanjó el
encuentro con una recomendación y un pronóstico condensados en tres
escuetas palabras: «Cuídese, ya hablaremos». Salió entonces de la
vivienda y comenzó a descender los escalones con trote ágil
mientras se ajustaba el sombrero agarrándolo con la mano abierta
por la corona. Lo observamos en silencio desde la puerta hasta que
desapareció de nuestra vista, y a punto estábamos de adentrarnos de
nuevo en la vivienda cuando oímos sus pasos terminar el descenso y
su voz retronar en el hueco de la escalera.
-¡Me las llevo a las
dos al calabozo y de allí no las saca ni el Santo Niño del
Remedio!
-Tus muertos, cabrón
-fue lo primero que Candelaria dijo tras cerrar la puerta con un
empujón propulsado por su voluminoso trasero. Después me miró y
sonrió sin ganas, intentando apaciguar mi desconcierto-. Demonio de
hombre, me lleva loca perdida; no sé cómo lo hace, pero no se le
escapa una y lo tengo el día entero pegado a la chepa.
Suspiró entonces con
tanta fuerza que su abultada pechera se hinchó y deshinchó como si
tuviera un par de globos contenidos en las apreturas del vestido de
percal.
-Anda, mi alma, pasa
para adentro, que te voy a instalar en uno de los cuartos del
fondo. ¡Ay, maldito alzamiento, que nos ha puesto todo patas arriba
y está llenando de broncas las calles y de sangre los cuarteles! ¡A
ver si acaba pronto este jaleo y volvemos a la vida de siempre!
Ahora voy a salir, que tengo unos asuntillos de los que encargarme;
tú te quedas aquí acomodándote y luego, cuando yo vuelva a la hora
de comer, me lo cuentas todo despacito.
Y a gritos en árabe
requirió la presencia de una muchachita mora de apenas quince años
que llegó desde la cocina secándose las manos en un trapo. Ambas se
dispusieron a despejar trastos y cambiar sábanas en el cuartucho
diminuto y sin ventilación que a partir de aquella noche pasaría a
convertirse en mi dormitorio. Y allí me instalé, sin tener la menor
idea del tiempo que mi estancia duraría ni el cauce por el que
avanzarían los derroteros de mi porvenir.
Candelaria
Ballesteros, más conocida en Tetuán por Candelaria la matutera,
tenía cuarenta y siete años y, como ella misma apuntaba, más tiros
pegados que el cuartel de Regulares. Pasaba por viuda, pero ni
siquiera ella sabía si su marido en verdad había muerto en una de
sus múltiples visitas a España, o si la carta que siete años atrás
había recibido desde Málaga anunciando el deceso por neumonía no
era más que la patraña de un sinvergüenza para quitarse de en medio
y que nadie le buscara. Huyendo de las miserias de los jornaleros
en los olivares del campo andaluz, la pareja se instaló en el
Protectorado tras la guerra del Rif, en el año 26. A partir de
entonces, ambos dedicaron sus esfuerzos a los negocios más
diversos, todos con una estrella más bien famélica cuyos parcos
réditos había invertido él convenientemente en jarana, burdeles y
copazos de Fundador. No habían tenido hijos y cuando su Francisco
se evaporó y la dejó sola y sin los contactos con España para
seguir trapicheando de matute con todo lo que caía en sus manos,
decidió Candelaria alquilar una casa y montar en ella una modesta
pensión. No por ello, sin embargo, cesó de esforzarse por comprar,
vender, recomprar, revender, intercambiar, porfiar y canjear todo
lo que caía en su mano. Monedas, pitilleras, sellos,
estilográficas, medias, relojes, encendedores: todo de origen
borroso, todo con destino incierto.
En su casa de la
calle de La Luneta, entre la medina moruna y el ensanche español,
alojaba sin distinción a todo aquel que llamaba a su puerta
solicitando una cama, gente en general de pocos haberes y menos
aspiraciones. Con ellos y con todo aquel que se le pusiera por
delante intentaba ella hacer trato: te vendo, te compro, te ajusto;
me debes, te debo, ajústame tú. Pero con cuidado; siempre con
cierto cuidado porque Candelaria la matutera, con su porte de
hembraza, sus negocios turbios y aquel desparpajo capaz en
apariencia de tumbar al más bragado, no tenía un pelo de necia y
sabía que con el comisario Vázquez, tonterías, las mínimas. Si
acaso, una bromita aquí y una ironía allá, pero sin que él le
echara la mano encima pasándose de la raya de lo legalmente
admisible porque entonces no sólo le requisaba todo lo que tuviera
cerca, sino que, además, según sus propias palabras, «como me pille
guarreando con el pescado, me lleva al cuartelillo y me cruje el
hato».
La dulce muchacha
mora me ayudó a instalarme. Desempaquetamos juntas mis escasas
pertenencias y las colgamos en perchas de alambre dentro de aquella
tentativa de armario que no era más que una especie de cajón de
madera tapado por un retal a modo de cortinilla. Tal mueble, una
bombilla pelada y una cama vieja con colchón de borra componían el
mobiliario de la estancia. Un calendario atrasado con una estampa
de ruiseñores, cortesía de la barbería El Siglo, aportaba la única
nota de color a las paredes encaladas en las que se marcaban los
restos de un mar de goteras. En una esquina, sobre un baúl, se
acumulaban unos cuantos enseres de uso escaso: un canasto de paja,
una palangana desportillada, dos o tres orinales llenos de
desconchones y un par de jaulas de alambre oxidado. El confort era
austero rayando en la penuria, pero el cuarto estaba limpio y la
chica de ojos negros, mientras me ayudaba a organizar aquel barullo
de prendas arrugadas que componían la totalidad de mis
pertenencias, repetía con voz suave
-Siñorita, tú no
preocupar; Jamila lava, Jamila plancha la ropa de siñorita.
Mis fuerzas seguían
siendo escasas y el pequeño exceso realizado al trasladar la maleta
y vaciar su contenido fue suficiente como para obligarme a buscar
apoyo y evitar un nuevo mareo. Me senté a los pies de la cama,
cerré los ojos y los tapé con las manos, apoyando los codos en las
rodillas. El equilibrio regresó en un par de minutos; volví
entonces al presente y descubrí que junto a mí seguía la joven
Jamila observándome con preocupación. Miré alrededor. Allí estaba
todavía aquella habitación oscura y pobre como una ratonera, y mi
ropa arrugada colgando de las perchas, y la maleta destripada en el
suelo. Y a pesar de la incertidumbre que a partir de aquel día se
abría como un despeñadero, con cierto alivio pensé que, por muy mal
que siguieran yendo las cosas, al menos ya tenía un agujero donde
cobijarme.
Candelaria regresó
apenas una hora más tarde. Poco antes y poco después fue llegando
el menguado catálogo de huéspedes a los que la casa proporcionaba
refugio y manutención. Componían la parroquia un representante de
productos de peluquería, un funcionario de Correos y Telégrafos, un
maestro jubilado, un par de hermanas entradas en años y secas como
mojamas, y una viuda oronda con un hijo al que llamaba Paquito a
pesar del vozarrón y el poblado bozo que el muchacho ya gastaba.
Todos me saludaron con cortesía cuando la patrona me presentó,
todos se acomodaron después en silencio alrededor de la mesa en los
sitios asignados para cada cual: Candelaria presidiendo, el resto
distribuido en los flancos laterales. Las mujeres y Paquito a un
lado, los hombres enfrente. «Tú en la otra punta», ordenó. Empezó a
servir el estofado hablando sin tregua sobre cuánto había subido la
carne y lo buenos que estaban saliendo aquel año los melones. No
dirigía sus comentarios a nadie en concreto y, aun así, parecía
tener un inmenso afán en no cejar en su parloteo por triviales que
fueran los asuntos y escasa la atención de los comensales. Sin una
palabra de por medio, todos se dispusieron a comenzar el almuerzo
trasladando rítmicamente los cubiertos de los platos a las bocas.
No se oía más sonido que la voz de la patrona, el ruido de las
cucharas al chocar contra la loza y el de las gargantas al engullir
el guiso. Sin embargo, un descuido de Candelaria me hizo comprender
la razón de su incesante charla: el primer resquicio dejado en su
perorata al requerir la presencia de Jamila en el comedor fue
aprovechado por una de las hermanas para meter su cuña, y entonces
entendí el porqué de su voluntad por llevar ella misma el mando de
la conversación con firme mano de timonel.
-Dicen que ya ha
caído Badajoz. -Las palabras de la más joven de las maduras
hermanas tampoco parecían dirigirse a nadie en concreto; a la jarra
del agua tal vez, puede que al salero, a las vinagreras o al cuadro
de la Santa Cena que levemente torcido presidía la pared. Su tono
pretendía también ser indiferente, como si comentara la temperatura
del día o el sabor de los guisantes. De inmediato supe, no
obstante, que aquella intervención tenía la misma inocencia que una
navaja recién afilada.
-Qué lástima; tantos
buenos muchachos como se habrán sacrificado defendiendo al legítimo
gobierno de la República; tantas vidas jóvenes y vigorosas
desperdiciadas, con la de alegrías que habrían podido darle a una
mujer tan apetitosa como usted, Sagrario.
La réplica cargada de
acidez corrió a cuenta del viajante y encontró eco en forma de
carcajada en el resto de la población masculina. Tan pronto notó
doña Herminia que a su Paquito también le había hecho gracia la
intervención del vendedor de crecepelo, asestó al muchacho un
pescozón que le dejó el cogote enrojecido. En supuesta ayuda del
chico intervino entonces el viejo maestro con voz juiciosa. Sin
levantar la cabeza de su plato, sentenció.
-No te rías, Paquito,
que dicen que reírse seca las entendederas.
Apenas pudo terminar
la frase antes de que mediara la madre de la criatura.
-Por eso ha tenido
que levantarse el ejército, para acabar con tantas risas, tanta
alegría y tanto libertinaje que estaban llevando a España a la
ruina…
Y entonces pareció
haberse declarado abierta la veda. Los tres hombres en un flanco y
las tres mujeres en el otro alzaron sus seis voces de manera casi
simultánea en un gallinero en el que nadie escuchaba a nadie y
todos se desgañitaban soltando por sus bocas improperios y
atrocidades. Rojo vicioso, vieja meapilas, hijo de Lucifer, tía
vinagre, ateo, degenerado y otras decenas de epítetos destinados a
vilipendiar al comensal de enfrente saltaron por los aires en un
fuego cruzado de gritos coléricos. Los únicos callados éramos
Paquito y yo misma: yo, porque era nueva y no tenía conocimiento ni
opinión sobre el devenir de la contienda y Paquito, probablemente
por miedo a los mandobles de su furibunda madre, que en ese mismo
momento acusaba al maestro de masón asqueroso y adorador de Satanás
con la boca llena de patatas a medio masticar y un hilo aceitoso
cayéndole por la barbilla. En el otro extremo de la mesa,
Candelaria, entretanto, iba transmutando segundo a segundo su ser:
la ira amplificaba su volumen de jaca y su semblante, poco antes
amable, empezó a enrojecer hasta que, incapaz de contenerse más,
propinó un puñetazo sobre la mesa con tal potencia que el vino
saltó de los vasos, los platos chocaron entre sí y por el mantel se
derramó a borbotones la salsa del estofado. Como un trueno, su voz
se alzó por encima de la otra media docena.
-¡Como vuelva a
hablarse de la puta guerra en esta santa casa, los pongo a todos en
lo ancho de la calle y les tiro las maletas por el balcón!
De mala gana y
lanzándose miradas asesinas, replegaron todos velas y se
dispusieron a terminar el primer plato conteniendo a duras penas
sus furores. Los jureles del segundo transcurrieron casi en
silencio; la sandía del postre amagó peligro por aquello de lo
encarnado de su color, pero la tensión no llegó a estallar. El
almuerzo terminó sin mayores incidentes; para encontrarlos de
nuevo, hubo sólo que esperar a la cena. Volvieron entonces como
aperitivo las ironías y las bromas de doble sentido; después los
dardos cargados de veneno y el intercambio de blasfemias y
persignaciones y, finalmente, los insultos sin parapeto y el
lanzamiento de curruscos de pan con el ojo del contrario como
objetivo. Y como colofón, de nuevo los gritos de Candelaria
advirtiendo del inminente desahucio de todos los huéspedes si
persistían en su afán de replicar los dos bandos sobre el mantel.
Descubrí entonces que aquél era el natural discurrir de las tres
comidas de la pensión un día sí y otro también. Nunca, sin embargo,
llegó la patrona a desprenderse de uno solo de aquellos hospedados
a pesar de que todos ellos mantuvieron siempre alerta el nervio
bélico y afiladas la lengua y la puntería para cargar sin piedad
contra el flanco contrario. No estaban las cosas en la vida de la
matutera en aquellos momentos de menguadas transacciones como para
deshacerse voluntariamente de lo que cada uno de aquellos pobres
diablos sin casa ni amarre pagaba por manutención, pernocta y
derecho a baño semanal. Así que, a pesar de las amenazas, rara fue
la jornada en la que de un lado al otro de la mesa no volaron
oprobios, huesos de aceituna, proclamas políticas, pieles de
plátano y, en los momentos más calientes, algún que otro salivazo y
más de un tenedor. La vida misma a escala de batalla
doméstica.